MI RETRATO

 

No necesito de espejo

 ni cosa que lo parezca

 porque me sé de memoria

mi figura toda entera.

 

Ya me he visto muchas veces

 de los pies a la cabeza

y como nadie conozco

lo que bueno o malo tenga.

 

Cinco pies y diez pulgadas

hacen mi altura completa:

no soy gordo ni soy flaco,

y en mi tez algo morena.

 

Mi pelo es castaño oscuro,

fino y crespo en tal manera

 que varias ninfas me han dicho

que para si lo quisieran.

 

Mi frente es ancha y cual dicen

 manifiesta inteligencia;

aunque he visto muchos burros

 con frente de a vara y media.

 

Son mis cejas algo arqueadas,

unidas, del todo negras,

bien pobladas y merecen

las califique de buenas.

 

No en verdad por la opinión

que yo mismo de ellas tenga

sino porque así me dijo

cierta ocasión, cierta bella.

 

Mis ojos son algo grandes,

pestañas negras los velan,

y sin que en ello repare

 todo cuanto pienso expresan.

 

No sé ponerlos en blanco,

 ni con ellos hago muecas,

ni ven para siempre al cielo

 ni por siempre ven la tierra.

 

A la cara siempre miran

 frente afrente en línea recta,

 porque a nadie en este mundo

le tengo miedo o vergüenza.

 

Su color es casi negro

con muy poca diferencia,

 y son, en fin, buenos ojos

 cual cierta persona piensa.

 

Mi nariz, bastante roma

como lo sabes, es fea,

 y da bien a conocer

 no pende de gran nobleza.

 

Mi boca es bastante grande,

 de aquellas de oreja a oreja,

pero mientras no la abro

es un tanto pasajera.

 

Mi dentadura es ¡Dios mío!

mala por naturaleza;

porque aunque fumo cigarro

 nunca está sucia ni negra.

 

Tengo la barba redonda

y un hoyuelo en medio de ella,

que me han dicho que es bonito

sin que a mi me lo parezca.

Ni patillas, ni bigote

uso jamás, ni chiveras,

porque soy aun más lampiño

que las ranas y culebras.

Mi cara por varias partes

está de picadas llenas,

que son contantes recuerdos

 de las malditas viruelas.

 

Sólo una cosa del rostro

por retratarte me queda;

 mas la pasaré por alto

porque no vale la pena.

 

Basta decirte que tengo

 orejas como cualquiera,

 y que son cual las de todos

 sin notable diferencia.

Mi pescuezo es regular,

es cosa tal cual bien hecha,

mas no llama la atención

ni por mala ni por buena.

 

Mi pecho es algo elevado

 y un gran corazón encierra,

 que es ya casi un colador

según le han abierto brechas

con sus ojos seductores

 las jóvenes panameñas,

cuyas miradas al alma

como agudos dardos llegan.

 

Tengo unas manos muy grandes,

tan grandes que me avergüenzan

y no son del todo largas,

sino muy anchas y gruesas.

Son malas como de encargo,

como a propósito hechas

y más que de caballero

parecen manos de atleta.

 

Mi pie es chico y arqueado,

sin que por esto me crea

que por ello se enamore

de mí ninguna doncella.

 

Al caminar se me nota

que medio arrastro una pierna

 lo que equivale a decir

que padezco de cojera.

 

Resultas de que sufrí

una fiebre tifoidea,

a la que grave parálisis

le siguió por consecuencia.

 

En fin, yo no soy buen mozo,

ni pienses que lo pretenda;

mas tampoco soy muy feo,

es regular mi presencia.

 

Ya no sé que más decir

y pienso que está ya hecha

mi pintura o mi retrato

(lo llamarás como quieras).

 

Al hacerlo yo no he usado

ni de orgullo ni  modestia

y he dicho lo que he sentido

con mi natural franqueza.

 

Mi primer retrato es éste,

y para que tu lo veas,

 aunque al público le pese

 lo planto en “El Centinela”.

Febrero de 1857.