LA FLOR DEL ESPÍRITU SANTO

 

De nuestros bosques en lo más recóndito,
bajo altísimos techos de verdor,
erguida crece entre peñascos áridos
una preciosa, peregrina flor.

 

Oculta siempre a las miradas, tímida,
entre la espesa selva se la ve,
por miedo acaso de que airado el ábrego,
con su flexible talle en tierra dé.

 

Ella no ostenta ni brillante púrpura,
ni matices de gualda y de carmín;
mas son de nieve sus hermosos pétalos,
más blancos que azucena, que jazmín.

 

La flor es esa que del Santo Espíritu
he escuchado llamar desde que nací,
y en cuyo cáliz, el perfecto símbolo
de esa imagen divina siempre ví.

 

¡Ah!, Yo recuerdo que en la infancia plácida
con respeto a esas flores me acerqué,
porque juzgaba en mi inocencia cándida
que eran emblemas de piadosa fé.

 

Y me han contado que querubes y ángeles
las vienen en la noche a custodiar,
para impedir que de sus tallos débiles
las arranquen los vientos al pasar.

 

Y que con ellas, cuando ya el crepúsculo
en la tierra derrama su arrebol,
tejen guirnaldas las campestres máyades
para ofrecerlas al naciente sol.

 

Y que a regarlas, entre nubes diáfanas
baja de la mañana el serafín,
al son del canto melodioso, armónico
del pintado y alegre colorín…

 

De nuestra patria las hermosas sílfides
orlan con ella su hechicera sien,
para que unidas a sus rizos de ébano
aun más encanto a sus encantos dén.

 

Y allí resalta su hermosura nítida
y luce más su virginal color,
como del cielo en la azulada bóveda
luce de las estrellas el fulgor.

 

Y es esa flor encantadora, exótica,
de nuestros climas exclusivo don:
nuestros campos adorna con su mérito
pero nunca se ve en otra región.

 

Y por eso el viajero del Atlántico
que bellas flores en Europa vió,
queda admirado ante la flor de América
que sin cultivo y riego aquí nació.

 

Allá la planta en el jardín espléndido
de su rico palacio el gran Señor,
y por verla crecer en su invernáculo
diera de entre sus flores la mejor.

 

Pero es en vano, que el Supremo Artífice
sólo a nosotros nos la quiso dar,
como dióles también a nuestras vírgenes
hermosura sublime, singular.

 

Sí. Vos, Señora que escucháis mi cántico
ejemplo sois de que no miento yo,
porque aún del Sena en las floridas márgenes
vuestra hermosura sin rival brilló.

 

Y cuando vieron vuestra faz angélica
os admiraron dignamente allá,
como a la hermosa perla del Pacífico
y a la más bella flor de Panamá.

 

¡Ah!, Cuando a fuerza de tormentos hórridos
cese de palpitar mi corazón;
cuando deje esta vida triste y mísera
para dormir tranquilo en el panteón.

 

Yo sé que nadie verterá una lágrima,

y ojalá que siquiera por favor,
alguien coloque en mi enlutado féretro
del Espíritu Santo alguna flor!